Dos años antes de explotar la guerra de los Balcanes se detectó que las personas de esa Torre de Babel de culturas, costumbres, religiones y razas habían dejado de hacer bromas sobre culturas, costumbres, religiones y razas. La sorna, ironía y crítica habían dejado paso al silencio reprimido, que es el augurio del nacimiento de los monstruos, tanto individuales como en este caso, colectivos. Cuando se decidió que había que poner fin al desasosiego ya había ocurrido lo de Srebrenica, se habían superado los límites de lo ilimitado y los monstruos habían campado por sus respetos, era hora de tocar a rebato.
Al tomar el ascensor, el siempre excesivo e impertinente formalismo solo levanta suspicacias, al igual que el asustador payaso del McDonalds, por ejemplo, una comunicación excesivamente formal y llena de artificio, amable en detalles insulsos y escasa en lo verdaderamente útil (la comunicación de ascensor) solo ofrece talentos reprimidos, no hay más que salir a la calle con el coche para que el del elevador se prodigue en gestos aguzados al cometer alguien cualquier error de circulación.
Comunicarse cuesta abajo y sin frenos supone un viaje interior, normalmente la riqueza verbal hace al hombre más feliz, pero eso, cuesta, lecturas, diálogos y escuchas. Además de madurez para recibir comentarios desabridos, sornas y críticas sobre culturas, costumbres, religiones y razas. Comunicarse bien, incluye, perder la paciencia, y cuando esto ocurre, soltar una palabrota y mandar a todo el mundo a la mierda libera la tensión reprimida en un éxtasis ataráxico que jamás nadie podrá censurar porque es patrimonio del ser humano desde el principio de los tiempos. Y así nunca más la sangre llegue a Srebrenica.