Rafael Nadal e Carlos Alcaraz, dois modelos opostos do sucesso espanhol: o primeiro, disciplinado e metódico, quase “nórdico” em sua forma de pensar; o segundo, espontâneo e apaixonado, movido pela alegria e intensidade. Juntos, representam diferentes expressões da genialidade e do espírito espanhol.
Nadal siempre fue un sueco de pelo negro, ojos castaños y piel tostada, curtido en las solanas y playas de Mallorca, un lugar donde los cuerpos adquieren una tonalidad envidiable y sanísima.
Su secreto no fue ninguno: entrenar todos los días de sol a sol y hacerlo con un principio muy conocido en la gestión de empresas, anticipar constantemente las adversidades. En tenis, esto consiste en prever los golpes del adversario antes de responder con el raquetazo adecuado. La devolución ofrecía un centenar de posibilidades distintas, combinando velocidad, altura, intensidad y técnica. El ser humano, aunque no lo crea, es desgraciadamente limitado, y multiplicando las variables, solo puede prever unas diez, las mismas que Nadal siempre tenía en mente.
Nadal le tenía tomada la medida; lo hizo llorar alguna vez. Hoy son amigos: pelillos a la mar.
Un Volvo sueco
La posibilidad de error era grande, pero la estadística decía que, de esas cien opciones, el jugador al otro lado de la red repetía casi siempre las mismas: las que Nadal había previsto.
Esto se vio con claridad cuando jugaba contra Federer, un jugador mágico e inexplicable, admirado e irrepetible por ello. Nadal le tenía tomada la medida; lo hizo llorar alguna vez. Hoy son amigos: pelillos a la mar.
“A su manera”, Alcaraz está creando un modelo hispano-murciano de dar a Dios lo que es de Dios y a Roma lo que es de Roma.
En resumen, Nadal fue un Volvo sueco con cerebro estadístico, diseñado para anticipar curvas y evitar accidentes. Jugó cojo casi toda su vida y, por ese motivo, sigue siendo un ejemplo a seguir, tanto en las familias como en las buenas empresas.
A su manera
“A su manera”, Alcaraz está creando un modelo hispano-murciano de dar a Dios lo que es de Dios y a Roma lo que es de Roma. Juega para ganar, impulsado por la gasolina de las noches ibicencas y los cinematográficos paseos en barco con sus amigos, como cualquier joven de su edad, que pueda. En la pista, sea Roma o Dios, es un superdotado físico de talento fuera de lo común, tanto que gana divirtiéndose, algo tan envidiable como difícil de reproducir, incluso para el sueco-mallorquín Nadal.
Alcaraz combina sus escapadas con una férrea disciplina militar. Su munición nace, sospecho, en las desapariciones. A diferencia de Nadal, puede hacerlo durante tres días seguidos y volver, a la española, a jugar con música y alegría, algo muy de agradecer en esta vida llena de tablas excel.
Alcaraz y su forma de hacer las cosas, embadurnada de pasión y transparencia, junto con la lengua española, de la que me siento orgullosísimo, como todos los hispanohablantes, son dos de las grandes contribuciones de mi país al mundo mundial.
Al igual que el jamón, la tomatina y el cocido madrileño (aquí llamado puchero) Aunque en otro orden de cosas.
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