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El portugués y el español confluyen en neo, un prefijo muy moderno que normalmente carga peyorativamente la palabra a la que se acopla. En los tiempos actuales existe una tendencia adictiva a cambiar los nombres para sugerir nuevas realidades.
En los años 40, en La Colmena, del premio Nobel de literatura Camilo José Cela, uno de los personajes se ganaba la vida inventándose palabras, las vendía a 5 pesetas cada una. Eran palabras a medida, según los gustos del consumidor, que eran compañeros de tertulia en los bares, las creaba a decenas, un oficio como otro cualquiera, bien prolífico y literario. El filósofo Andrés Trapiello ya avanzó en Las armas y las letras (1994) que las palabras y su significado ofrecían representaciones nada inocentes del entorno. Ofrecer un ambiente de confrontación da muchos neos, que es lo que ocurre en los tiempos actuales, por ejemplo, existen los neoconservadores, los neoliberales, los neorreaccionarios progresistas, los neomarxistas, los neoconservacionistas, los neoanimalistas, todos malísimos por lo general. Vistos desde el otro lado de la barrera, claro, probablemente para los neos sean igual de malos también.
El filósofo Andrés Trapiello ya avanzó en Las armas y las letras (1994) que las palabras y su significado ofrecían representaciones nada inocentes del entorno.
Mi palabra
Siguiendo el ejemplo del protagonista de La Colmena y con el aval del salvoconducto universal de ponerle neo a todo no he podido sucumbir a este embaucamiento y yo también me acabo de inventar una desde mi humilde subjetividad de hijo de un agricultor que toda la vida tuvo que escuchar o no la lluvia desde su dormitorio para decidir si largarse al campo o trajinar en el almacén. Los neoagrarios: aquellos que inspirados por el síndrome Trip Advisor y su incontinencia crítica, nunca olieron una cagarruta de oveja en su vida ni experimentaron el fresco dulzor de una manzana madura en el huerto a principios de verano.
