De niños queríamos ser mayores, en sus poliédricas manifestaciones. Se seguían algunas estrategias, un primer beso cruzado a una chica los más hipersexualizados, un cigarrillo a escondidas los más transgresores y los más gramáticos simulando pecados, injurias o palabras malsonantes de adultos. Jolín era la coartada infantil de joder, una interjección de desagrado, cuya literalidad todo el mundo sabe que se suspendió en los confines remotos de los tiempos. Era superior jolín, o jolines, sin decir, joder o jodienda, terreno preservado para los tíos, los amigos de los padres o la gente de la calle. Hablar como un mayor, aunque fuera por aproximación, sabía a gloria, daba importancia. Exactamente al contrario de lo que ocurre con algunos adultos cuando se expresan como niños, aunque sea por aproximación, y sueltan jolines y sucedáneos caramelizados al querer, por poner un ejemplo, mandar a la mierda a alguien por ser un coñazo de mil pares de cojones.
