Mi primera vez con la mortadela fue hace 25 años en São Paulo, ciudad en la que vivo. Y desde entonces no he parado un fin de semana de someterla entre pan y pan antes de cenar o con una cerveza o entre pitos y flautas. A veces me aventuro en el Mambo de la Vila Madalena, donde los descendientes de italianos discuten lentamente sobre la amargura de las aceitunas dejando locas a las chicas que cortan finamente los embutidos, y aprovecho las ofertas de la Giovanni para reponer un estoque en el congelador y así tirar de finos bocadillos para ocasiones especiales, noches de sábado y domingo incluidas. Nunca supe qué llevaba, y ya no me interesa, solo sé que sabe a gloria y no hay cómo sucumbir ante su nada delicada sal rosácea, como un pétalo de rosa crecido y ondulado por la gravedad antes de llevártela a la boca.
Hay muchos motivos para continuar practicando este pecado, visto así si se tiene en cuenta las advertencias del aviso redundante que dice de su sodio y lo mal que hace para la salud a pesar de estar buenísima (esto lo digo yo). El más reciente es el precio de 15.000 reales impúdicos del jamón ibérico de bellota 5 Js exhibido en el supermercado Santa Lucía que evidentemente lo hace famoso en toda la ciudad porque además incluye un cortador profesional y muy empeñado al lado que es todo un espectáculo, me dieron ganas de hacerme su amigo para contarle cómo comía jamón de pequeño con mis padres sin ninguna ceremonia, ya se sabe que España no es de ceremonias a no ser en Semana Santa y fiestas de guardar. Pero no lo hice, le saqué una foto y me di por contento, en verdad me dio la mañana.
La mortadela, que ya era rica, después del 5Js, qué te voy a contar.