Tenía el papel que nadie quería, el de árbitro de veintidós estrellas del futbol, estrelladas ya.
Eso, y un historial con más muescas que Billy el Niño, con una ristra interminable de muertos por infarto, con causa en errores groseros repetidos temporada tras temporada, que se empeñaba en defender de forma didáctica y paciente, a riesgo de dejar el fútbol en una mera excusa para lo suyo, el arbitraje.
Un maestro del autoconvencimiento que no convencía a nadie más; un osado irreverente para quienes creíamos haber parido el deporte rey y sus normas, e incluso el propio balón.
Él, que todo lo ve, era irremediable, pero muy a nuestro pesar era también dueño y señor de nuestras vidas en los partidos. Eterno por la ausencia de competencia, era sabido que la plaza hubiera quedado desierta sin él. Y que su concurso era imprescindible. Pero no faltaba nunca a la cita, un trencilla con vocación, que nadie le podía discutir.
Él, que todo lo ve, era de mirada bizca de amplio espectro, como un radar militar de largo alcance que apreciaba nuestros movimientos a distancia, más que todo por no correr. Capaz de pitar las faltas por la intención, sin mediar roce; capaz de ver penaltis que no son; señalar retahílas de fueras de juego trazando rectas curvas; capaz de poner de acuerdo a todos con su ineptitud…
Él, que todo lo ve, me vio muchas muchas veces mezclado en la polémica y la protesta, en el desacato hacia su juicio, y de verdad que me aguantó tanto como yo a él.
Recuerdo una mañana de domingo en el que la ira se apoderó de mí y tras un error clamoroso -a mi entender- me revolví contra él espetándole.
-¡Pero qué malo eres, joder!
Él, que todo lo ve, se acercó tranquilamente hacia mí, acostumbrado como estaba a todo tipo de improperios, y me dijo al oído una frase que jamás olvidaré.
-Sastre, joder, que soy igual de malo que tú. ¡Tenéis un árbitro de vuestro nivel!
-Mierda, pues sí… Pensé. Él también me conocía a mí…
Él, que todo lo ve.