Cuesta darle la vuelta a la Semana Santa y ponerle un lugar en el mundo, algo falla cuando las sombras de la caverna perdieron ya su eco y el protocolo festivo nivela todas las datas además de su cariz, lo mismo da arre que so.

La conmemoración paulistana de la Semana Santa es ingrata, incapaz de retribuir la historia, el hombre postorgánico revitalizado por  el ocio periódico con la complicidad de los medios de comunicación busca inexorablemente el restaurante y su playa, que son los que pagan para que salgan las cosas.

Pero hoy la procesión no discurrirá por delante de casa, quizá la mitad de los del año pasado no estén ya (en cuanto escribo esto, una música de lánguida luz amarilla resurge en la Francisco Leitão, es la procesión que se resiste a no pasar, parece que hasta un poquito mayor que el anterior).

Pregunté a seres queridos qué puede aportarnos la iglesia pasionista de Pinheiros mayoritariamente de ancianos cantando vagarosamente las mismas canciones de cuando éramos pequeños, un lugar de paz respondieron, donde no es necesario presentar ninguna credencial de identificación, no te catalogan por gay, negro, hetero, extranjero, rico, blanco, pobre, mujer, adolescente, drogadicto, hombre, empresario, deprimido, alcohólico, profesor, anciano, futbolista, librero, prostituta y así tantas definiciones derivadas en performances y que al final no hacen sino rehuir la asociación del hombre como ser.

Quién iba a decir que en la iglesia hoy iban a caber tantos tan diferentes, imposible en ningún otro.

Este es el tiempo para desaparecer, entrar en letargo, precintar el espacio sensorial para reactivarlo al tercer día, morir para reaccionar, aplastar las trabas para sembrar delicadas plantas con vistas en agosto, mirar para atrás y evaporarse para incendiarse nuevamente, de otra manera…

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