Pinheiros evoluciona, nada que ver con las casitas de ancianos portugueses de 20 años atrás, hoy se levantan faraónicos edificios sorprendentes llenos de buenas intenciones y una avalancha multicolor de habitantes invade sus bloques dilapidando décadas de historia que de aquí a poco se convertirá en polvo, es decir, ya nadie se acordará de cómo Pinheiros fue. Las generaciones se suceden de manera incruenta, es ley de vida y sus estilos de vida también: la de hoy, más consumista, individual, menos social pero con toda sua apariencia intacta, algo endeble y sensible, consumidora de cafés gurmé y visitadora impenitente de restaurantes delicados algo naifs, amante de los animales y del culto físico. Parece un submundo donde todo funciona bien, un espacio a salvo pero que exhala, si se le apura la nariz, una evidente y perturbadora impresión de artificialidad propia de los lugares donde abundan turistas accidentales en tránsito, esta nueva generación pseudodiletante que no construyó nada y que simplemente ha aterrizado en paracaídas en una zona de cuya crónica (este es un rasgo que observo propio en todo Brasil, dejando de lado la aporía de entender, esquivar y defender el mundo indígena) no quiere saber nada, instalándose rápidamente en el tren de la rápida desmemoria histórica, ignorando el pasado, su tradición y lo que un día en definitiva fue el barrio de Pinheiros.