La invasión de lo digital me pilló talludo. En los 90, recién salido de la adolescencia. Pero pude reaccionar a tiempo de no dar el cante frente a los nativos de las nuevas tecnologías. Me manejo con soltura ante las pantallas, contrarrestando mi torpeza con tantas y tantas horas metidas; casi todas, en balde.
Vivo demasiado tiempo en esa realidad virtual. Y lucho por escapar de ella procurando encuentros carnales que la mierda del COVID hace ahora casi imposibles.
Este sábado me tocó acudir a una tienda física de Movistar, para cambiar un router y recordar que tras el teléfono de atención al cliente hay personas de verdad.
En la cola abundaban gentes mayores que yo, de esas que no aciertan a contratar nada si no es cara a cara. Pertrechados frente al virus. Asustados ante la tienda de telefonía y un lenguaje que no pueden comprender. Pobres. Lo suyo sí que es un acto de fe cuando les hablan de gigas, bites, wifis y fibras ópticas… No sabemos nada, pero una cara amable y sonriente puede con todo.
La que nos atendió era así. Pura simpatía. Le hubiera firmado lo que me pidiera sin rechistar, como todos los demás.
-Apliquese el gel, por favor.
-Meta el aparato en la bolsa y ciérrela usted mismo, por favor.
-Abra la aplicación del móvil y marque la pestaña donde le indica Indentificación en tienda, por favor.
-Acérquelo al lector de QR, por favor.
Y yo, que en estos casos muestro obediencia casi militar, a todo que sí…Sin pensar.
La máquina lectora del código empezó a sonar en agudo, insolente, pero yo insistí, una y otra vez. No pensaba parar hasta que la dependienta me dedicara una sonrisa con su aprobación.
Sin embargo, me miró y torció el gesto.
-Salga fuera y vuelva a entrar, me indicó.
Y yo, obediente una vez más, le sonreí y salí pitando de la tienda con intención de regresar, pitando también.
-Señor, salga de la aplicación y vuelva a entrar en ella, no de la tienda… ¡Vuelva aquí! Por favor.
Por un momento pensé en ponerme a llorar de la vergüenza por la confusión de realidad. Salir, había que salir, pero no de la tienda, !joder¡ Estoy tonto, pero tonto del bote, pensé.
La dependienta me miró compasiva y empezó a reír a carcajada limpia. Aquello me salvó del ridículo, porque entendí que esa risa comprendía que la confusión entre lo real y lo virtual es lo propio de este tiempo. Absurdo, pero comprensible.
Y la dependiente repitió.
-Salga fuera y vuelva a entrar. De la aplicación, por favor.