Soplabas y soplabas.
Plena de entusiasmo y fuerza. Tumbada junto a mí en la cama, a poco de dormirme; eras una madre tan dulce que ni la más ingenua de las niñas te hubiera creído en tu papel de lobo malvado y feroz.
Soplabas y soplabas…
Y las hojas del cuento se movían amenazantes, como queriendo de verdad tumbar las casas de los cerditos y cerrar pronto y mal la historia. Pero era tu propia y delicada mano quien lo impedía, asiendo el libro para poder seguir adelante una vez recuperado el aliento.
Suspirabas…
Y el desasosiego se apoderaba de mí a cada una de tus frases teatralizadas, a cada giro inesperado y grave de tu voz, a cada nuevo capítulo en la que aquella bestia despiadada -pobrecito lobo- seguía los pasos de la niña camino de casa de la abuelita.
Y suspirabas…
Y yo me encogía. Y yo me apolleraba. Entonces, atenazado por el miedo, cerraba los ojos como no queriendo escuchar, me tapaba los oídos como no queriendo ver. Pero tú ¡ay! continuabas siempre y pese a todo adelante, dándome cobijo y enseñándome que así era el cuento y nada podría detenerlo hasta llegar al final.
Sonreías…
Satisfecha por leerme, al fin, que al lobo que se comió a los siete cabritillos la tripa se la abrieron para que pudieran salir, que, en los cuentos de la felicidad, a pesar de las tristezas, las penurias y las maldades, hay siempre un héroe o un impulso interior al auxilio del aparente perdedor.
Y casi reías…
Al descubrir que al tiempo que se me cerraban los ojos las comisuras de mis labios esbozaban el símbolo de la victoria. Una sonrisa de paz.
Tu beso, el de la despedida, era la certeza grabada piel con piel de que esa verdad existiría para siempre en mí, que sería capaz de resistir, de seguir adelante con mi propio cuento de la felicidad. Hasta el final.