La muerte solo es muerte si se hace ausencia, por eso, por no olvidarte, me repetía tu nombre donde todos yacen, Dolores.
Los caminos por el campo santo te llevan siempre al encuentro de tus amores, allí donde descansan. Esas calles son derroteros de tristeza hacia los buenos recuerdos, que revives con medias sonrisas como homenaje al pasado que nos une. Pero a ti, Dolores, no podía encontrarte.
Te sabía viva en mí, pero también perdida entre el tumulto silencioso de lápidas lustrosas y flores que languidecen, recién pasado el día de Todos Los Santos. Y no me parecía justo. Pensé, como siempre, que tú, Dolores, estarías entre las más humildes de las tumbas olvidadas sin nombre y que mi obligación era rescatarte. Así que descubrirte a la existencia de lo que puede pronunciarse, en ese intento repetido de encontrarte, se convirtió en una forma de reconocerte.
Eras, Dolores, una mujer postrada por los caprichos sin sentido del azar, de un gen dañado en origen que te hizo presa de un cuerpo distinto, pero al tiempo libre y espabilada de mente. Una mujer erguida en su silla con ruedas por puro afán de supervivencia, coqueta, de carácter afable, en paz con Dios cuando tanto tenías que reprochar a tu suerte. Eras la tía Dolores, la que nunca tenía una mala palabra y siempre una buena historia, la que me dio a entender las aristas absurdas e hirientes que forman parte de la vida. Orábamos juntos, multiplicábamos las tablas juntos, comíamos juntos, nos enfurruñábamos juntos, éramos familia juntos.
Un día, al regresar del colegio, ya no estabas. Te fuiste. Así, sin más, sin explicación, como es muchas veces la muerte si no le ponemos fe a la vida. Ahora, capaz de dar significado a tus palabras de entonces, sé que te fuiste sin querer y de tanto quererlo, acurrucada en tu cama, aliviada, acompañada, querida. Una muerte que a mí, aún muy niño, me despertó por primera vez a la vida, Dolores.
Después, demasiado tiempo después, cuando di importancia a los gestos y necesité despedirme, no hallé tu tumba y pregunté. Me contaron que te dieron tierra en la parte vieja del cementerio, casi desmantelada, y que por un descuido, no te nombraron con la placa brillante y plateada que diera cuenta de ti.
Paseo desde entonces entre epitafios que cuentan de bellas personas y sus historias, entre cruces, placas de mármol y humildes montículos y me digo que, pese a no encontrarte, te seguiré buscando por ponerte nombre, Dolores.