La abuela fue una adelantada

La abuela fue una adelantada, lo supimos muchos años después de su muerte al descubrir cartas que le escribía a Jesús en su intimidad contándole complejos por sus quilos de más o fracasos no descritos. En aquella época las personas hablaban de lo que había que hacer, de la comida, del dinero, los suprimentos, cómo resguardarse del frío o los preparativos de la Navidad. Pero nadie transmitía inquietudes, sus dudas o confirmaciones espirituales o las preocupaciones además de lo inmediato, porque no existían por la fuerza de la vida, ni con los amigos, ni en el seno del matrimonio ni mucho menos con nadie alejado del círculo familiar. La abuela se lo contaba todo a Jesús y nosotros la veíamos como una beata de misa que cantaba alto y la primera. En realidad, vivió intimamente y en secreto una época complejísima, la española, entre los años 50 y 70, en su versión más exclusiva y admirable, una mujer adelantada, que nunca cometió en sus cartas divinas ni un solo error de ortografía.

La abuela de las cerezas

La abuela les tenía tanto aprecio a las cerezas, que le impedía pagarlas, por eso cada vez que salía del supermercado se metía, disimuladamente, un paquete al bolsillo de su amplio vestido con la seguridad de que nadie sospecharía que alguien como ella pudiera cometer semejante acto ilícito. Para los de su edad, una chiquillada, para los que no, una enfermedad, como el Alzheimer o el transcurso del tiempo en forma de senectud.

-Señora, que además de las peras, la mozzarela y el zumo de naranja tiene que pagar las cerezas, no se olvide de nuevo.

Gurmés

Aunque parezca un oxímoron, existen pocos lugares sorprendentes en Pinheiros porque casi todos lo son, un circo, el motivo por el que dejan de serlo, se hace necesaria una inevitable evasión al centro de São Paulo para huir de la a veces excesiva gurmetización de los platos que no entienden de etiquetas, esto es propio del ser humano y su autopercepción (y hetero), procurar la raíz de las cosas es buscarse a sí mismo, descartar lo superfluo y resaltar la sencillez a través de lo imprescindible, un viaje a la radicalidad y la verdad de las cosas donde la materia y el hombre confluyen binariamente y nada enturbia la comprensión de algo tan elemental como el acto de comer.

Amor maltrecho

Un viento arremolinado
dejó a tus pies un amor maltrecho.
Una fría noche vieja, la primera de tus nuevos días al abrigo.
Porque tú así lo quisiste. Por ti.

Valiente, ya sin remedio, lo recogiste
y anidaste entre tus manos, cuidándote de mantenerlo con vida por una intuición, como es el amor antes incluso de ser amor.

Dándole pequeños soplos de cariño, dándote a ti misma la oportunidad,
con la paciencia y la sensibilidad para hacerlo crecer, apretujado de ternura.

Un amor recompuesto con la entereza de las trizas finas, reanudadas sin pretensión de nada. Un amor maltrecho, gigante, porque no es solo tuyo, ni solo mío. Un amor de los dos.

Un viento arremolinado a tus pies busca un amor maltrecho.

Dolores

La muerte solo es muerte si se hace ausencia, por eso, por no olvidarte, me repetía tu nombre donde todos yacen, Dolores.

Los caminos por el campo santo te llevan siempre al encuentro de tus amores, allí donde descansan. Esas calles son derroteros de tristeza hacia los buenos recuerdos, que revives con medias sonrisas como homenaje al pasado que nos une. Pero a ti, Dolores, no podía encontrarte.

Te sabía viva en mí, pero también perdida entre el tumulto silencioso de lápidas lustrosas y flores que languidecen, recién pasado el día de Todos Los Santos. Y no me parecía justo. Pensé, como siempre, que tú, Dolores, estarías entre las más humildes de las tumbas olvidadas sin nombre y que mi obligación era rescatarte. Así que descubrirte a la existencia de lo que puede pronunciarse, en ese intento repetido de encontrarte, se convirtió en una forma de reconocerte.

Eras, Dolores, una mujer postrada por los caprichos sin sentido del azar, de un gen dañado en origen que te hizo presa de un cuerpo distinto, pero al tiempo libre y espabilada de mente. Una mujer erguida en su silla con ruedas por puro afán de supervivencia, coqueta, de carácter afable, en paz con Dios cuando tanto tenías que reprochar a tu suerte. Eras la tía Dolores, la que nunca tenía una mala palabra y siempre una buena historia, la que me dio a entender las aristas absurdas e hirientes que forman parte de la vida. Orábamos juntos, multiplicábamos las tablas juntos, comíamos juntos, nos enfurruñábamos juntos, éramos familia juntos.

Un día, al regresar del colegio, ya no estabas. Te fuiste. Así, sin más, sin explicación, como es muchas veces la muerte si no le ponemos fe a la vida. Ahora, capaz de dar significado a tus palabras de entonces, sé que te fuiste sin querer y de tanto quererlo, acurrucada en tu cama, aliviada, acompañada, querida. Una muerte que a mí, aún muy niño, me despertó por primera vez a la vida, Dolores.

Después, demasiado tiempo después, cuando di importancia a los gestos y necesité despedirme, no hallé tu tumba y pregunté. Me contaron que te dieron tierra en la parte vieja del cementerio, casi desmantelada, y que por un descuido, no te nombraron con la placa brillante y plateada que diera cuenta de ti.

Paseo desde entonces entre epitafios que cuentan de bellas personas y sus historias, entre cruces, placas de mármol y humildes montículos y me digo que, pese a no encontrarte, te seguiré buscando por ponerte nombre, Dolores.

Listos para volar

Te estoy viendo. Cuánto tiempo hace ya… Te ibas. Era tu primer día.

Me mirabas con carita de pena, implorándome por lo bajo para que parara el tiempo, para que te dejara allí, en tu casa, en tu mundo, en tu inocente niñez por siempre. No lo pude hacer. Supongo que entonces empezaste a comprender mi debilidad. Como no querer quedarte ¿verdad? en un sitio tan abrigado y feliz.

El cielo es un espacio donde ser eternamente un ángel, pero a los mortales como tú y como yo el tiempo nos alimenta y luego nos devora. Y a ti, pobre, te había masticado como a los demás. No podrías volver atrás.

Te asomabas medio a escondidas tras unas gafas azules con mucha pasta y trazo circular. Un bonito disfraz de mago travieso, con el que disimular tus miedos. Oía tus gritos silenciosos, no creas que no. Te conocía, no tanto como mamá, a quien no querías defraudar, pero te conocía bien. Y te quería igual, o más, como te repetía una y otra vez cuando jugábamos solos en tu habitación; aunque tú y yo supiéramos que eso era imposible. No hay nada más allá y tan cierto que el amor de una madre por su hijos, aunque ella misma crea que no los ha querido.

Tu sonrisa era nerviosa, impostada, delatada por el rechinar de unos dientes de leche que el cansancio te impedía apretar con fuerza. Agradecías los besos, los achuchones y las arengas de ánimo, y mucho más la mano que te ofrecía tu hermana.

No estabas solo. No tenías motivos para preocuparte. Pero el miedo te aturullaba y te tenía a un tris de llorar.

No supe qué decir, ni qué mueca tranquilizante dedicar, pero recordé qué es lo que más te gustaba hacer. Así que, en una gesta irrepetible, corrí a tu habitación y elegí uno de los aviones de papel que plegaba y decoraba para ti. Uno listo para volar.

El gesto te cambió. Era tu planeador favorito, de alas anchas y punta afilada. Pintarrajeado también por ti. Lo metí con cuidado en tu mochila, como quien pone en ella lo más valioso que puede ofrecer. Y me di cuenta por fin de que tú, como nuestro avión, también estabas listo para volar. Primero en círculos, quizás; luego recto y sin mirar atrás.

Me pasaré el resto mi vida queriendo dejarte un cansino legado de sabiduría y bondad, un cúmulo de experiencias propias que te lo hagan todo más fácil y te eviten errar; una moto, un coche, una matrícula para la universidad… Pero sé desde entonces que nada te servirá más que aquel pequeño trozo de papel, que aquellos tiempos que compartimos juntos para darles forma y de los que tú casi seguro ya no te acordarás.

Puse un avión de los nuestros cada uno de tus primeros días, procurando cargar a tope tu mochila de la fuerza y del impulso que ibas a necesitar.

Un montón de aviones de papel.

Listos para volar.

El encierro de Pamplona

De niño, a esa edad tan chula en la que siendo chico te crees grande, era un pamplonés a la que Pamplona le parecía la ciudad de los otros. Allí sólo se subía a rastras, de la mano de la madre, a los recaos. Si tocaba escaparse, aún medio salvaje, tiraba más aventurarse a desgastar playera por las sendas inexploradas del monte San Cristóbal.

De mozo, a esa edad tan chula en la que no siendo nada te crees todo, Orvina, la Segunda, era un hervidero de juventud perdida, con ganas de encontrarse rebuscando donde fuera, bueno o malo. El barrio, por pura inercia, se nos quedó pequeño. Y pasada la barricada de la Chantrea, y cruzado el río Arga por las pasarelas, de una carrera te subías a la gran Pamplona, como si, por fin, fuera nuestra.

Fue entrar a lo Viejo por la cuesta de Labrit, andar la Estafeta y aficionarnos para siempre al lío de nuestros recaos, solo que ahora tirando de las manos los unos de los otros.

Pamplona se convirtió durante unos años en un encierro. Un discurrir en manada de bar en bar, con un recorrido repetido noche tras noche con la nobleza y querencia propia de los toros de Miura y los derrotes inevitables de pisar suelo resbaladizo y cristales de vasos rotos. El encierro de Pamplona te obnubila, te promete emociones fuertes, adrenalina callejera disparada como un cohete, lances peligrosos frente a cornamentas aterradoras que esquivas y te hacen sentir invencible. Pero un día alguien cae a tu lado, sientes el dolor que le ha causado el pisotón del toro o su atolondrada torpeza y metes el dedo en la puntada que hace brotar sangre. Entonces es cuando sientes miedo y el instinto de correr lejos.

El encierro de Pamplona terminó por puro canguelo para mí. El de tu Pamplona quizás también entró felizmente en toriles y, como yo, ves los morlacos plácidamente desde la barrera. Otros corren y corren y no salen de allí. Atrapados en la tradición del encierro.

Bienvenido

Regresas,
una y otra vez,
porque así lo quieres.
Regresas, siempre,
tantas veces como las que te has ido.

Porque tú, aunque te duela, puedes ir tan lejos como imaginaste.
Una vez sobrepasas las mugas de tu pueblo no hay fin, si no diferentes direcciones que conducen de vuelta…
Puedes creer que allí, por esos caminos, encontrarás lo que buscas.
Poner mares grandes entre tú y el lugar de partida.
Y quizá, incluso, lograrlo todo. Lo tienes.
Pero aquí se creó el recuerdo de tus primeros miles de pequeños recuerdos.
Vistas a campos tranquilos de cebadas doradas mecidas por cierzos y bochornos. Aromas a brasas de sarmientos de casa y cocinas de la abuela. Llamadas a grito pelado de las madres que aún retumban en los tímpanos de tus amigos, sermones y lecciones de los maestros que te guardaste. Sabores a helados de Mendoza, cebolletas de Santos o el agrio de las primeras cervezas proscritas.

Regresas,
una y otra vez, porque así lo quieres.
Porque quizás nunca te has ido o necesites volver para irte, una y otra vez.
Por fin, regresas.

El cuento de la felicidad

Soplabas y soplabas.

Plena de entusiasmo y fuerza. Tumbada junto a mí en la cama, a poco de dormirme; eras una madre tan dulce que ni la más ingenua de las niñas te hubiera creído en tu papel de lobo malvado y feroz.

Soplabas y soplabas…

Y las hojas del cuento se movían amenazantes, como queriendo de verdad tumbar las casas de los cerditos y cerrar pronto y mal la historia. Pero era tu propia y delicada mano quien lo impedía, asiendo el libro para poder seguir adelante una vez recuperado el aliento.

Suspirabas…

Y el desasosiego se apoderaba de mí a cada una de tus frases teatralizadas, a cada giro inesperado y grave de tu voz, a cada nuevo capítulo en la que aquella bestia despiadada -pobrecito lobo- seguía los pasos de la niña camino de casa de la abuelita.

Y suspirabas…

Y yo me encogía. Y yo me apolleraba. Entonces, atenazado por el miedo, cerraba los ojos como no queriendo escuchar, me tapaba los oídos como no queriendo ver. Pero tú ¡ay! continuabas siempre y pese a todo adelante, dándome cobijo y enseñándome que así era el cuento y nada podría detenerlo hasta llegar al final.

Sonreías…

Satisfecha por leerme, al fin, que al lobo que se comió a los siete cabritillos la tripa se la abrieron para que pudieran salir, que, en los cuentos de la felicidad, a pesar de las tristezas, las penurias y las maldades, hay siempre un héroe o un impulso interior al auxilio del aparente perdedor.

Y casi reías…

Al descubrir que al tiempo que se me cerraban los ojos las comisuras de mis labios esbozaban el símbolo de la victoria. Una sonrisa de paz.
Tu beso, el de la despedida, era la certeza grabada piel con piel de que esa verdad existiría para siempre en mí, que sería capaz de resistir, de seguir adelante con mi propio cuento de la felicidad. Hasta el final.

El trasiego de la damajuana

El vino era entonces un desconocido, tan solo el trasiego de los siete litros de la garrafa que mi padre me mandaba a buscar.

El primer recado de las mañanas de domingo. Inaplazable, como la misa de las doce.

A mí me gustaba el quehacer porque del billete con que pagaba podía quedarme la vuelta; a mi padre le gustaba el vino.

Buen trato. Puro interés, mutuo.

La bodega del pueblo, la de arriba, me pareció siempre un surtidor de llenado de olor envolvente y peculiar, de cántaras gigantes e inagotables y con un suelo irrepetible de colores burdeos, como un rosetón que se agrandaba día tras día por el inevitable goteo.

La cuesta que debía subir era pica, pero con la garrafa vacía, en dos garradas me plantaba allí. De los primeros. Mi padre quería el vino nuevo pronto en casa, por estrenarlo como compañía de su revuelto de huevos con tomate del almuerzo. Decía que aquel era el matrimonio perfecto, y que lo repetiría de por vida, aunque lo cierto es que lo maridaba con todo lo demás. Para entonces ya había dado vuelta a la huerta tirando duro de azada y el apetito había abierto del todo. Lo que bebía, lo gastaba…

El vino preferido de mi padre era el ojo de gallo, un clarete, más tinto que claro, de aroma intenso, gusto ácido y precio ajustado. Lo sé porque en el camino de bajada, en algún descanso, no pude contener mi curiosidad. No tenía fuelle para empinar la garrafa, pero apoyada en un murete era solo cuestión de jugar con la inclinación. Mi padre podía estar tranquilo, los siete litros llegarían intactos a su destino. Otra cosa sería hoy…

El servicio se hacía a granel, que ya luego cada cual lo ponía en sus botellas. Pura economía circular. Siete litros clavados, uno por día, por no abusar. Y el domingo, vuelta otra vez con la garrafa.

El bodeguero no solía fallar, aunque a veces se despistaba de tanto hablar y perdía la mirada y la memoria del contador. Por eso, supongo, insistía tanto en que subiéramos con la garrafa de la medida que queríamos comprar. La nuestra era de diez, pero para siete, por eso me miraba mal. Una preciosa damajuana, como extrañamente la llamaba mi madre, forrada de mimbres y cañas, que se clavaban en la piel si te la apoyabas cuando perdías el pulso en los brazos.

En ese tiempo, otros muchos niños hacían el mismo encargo que yo, en un trasiego incesante de vino hacia todas las casas, provenientes de la bodega de arriba o la de abajo, que había dos, y pocas casas y muchas gentes en el pueblo.

Mi padre recibía aquella garrafa con una sonrisa y el embudo en la mano.

Tenía dispuestas sobre la mesa las siete botellas que rellenar. Su medida del día a día semanal, el alimento más especial, del que disfrutar y con el que agradecer su ayuda para masticar la vida.

Un día, aquella garrafa, aquella preciosa damajuana, dejó de trasegar. Y quienes les seguimos nos pasamos a las botellitas de vino fino celestial. El trasiego del vino tiene ahora otro sentido, más propio de estilosas damajuanas que de garrafas protegidas con esparto. Sin embargo, todos tenemos también un humilde ojo de gallo por el que mirar atrás.