Vivo en una plaza de estudio, moderna, diseñada a escuadra y cartabón y curvas de compás. Salida de una mente ordenada y brillante para que todo encaje a la perfección. Una plaza donde nada queda al azar porque todo se creó para ser bello. Tiene foto de postal.
Una plaza sin mucha historia ni grandes efemérides, con años ya, pero nueva aún. De edificios pequeños pero esbeltos, de tonos claros y paredes de piedras rosáceas limpias y lisas, con columnas de luz tenue desperdigadas con criterio y soportales generosos donde resguardarnos de lo inclemente.
Una plaza con una fuente encubierta bajo un suelo enrejado, donde el agua surge al ras de la nada, a chorros intercalados de solfeo, y su rastro no son charcos, sino susurros a borbotones.
Una plaza abierta, a la vista de un parque contiguo de naturaleza exótica importada y caminitos de cuento para niños y ancianos. Senderos que conducen a una cascada y a un lago inventados, un oasis de ensueño donde los patos parecen asombrados por su precioso estilo japonés y los panes que flotan.
Vivo en una plaza donde confluyen historias y calles. Nos traen gentes de otros barrios, gentes sedientas y cansadas, agradecidas de encontrarse con una aglomeración de sillas y mesas. Abrevaderos urbanos, que no afean por lo bien dispuestas y dan vida y conversación. Un rumor que asciende conforme el día decae y el vino se alza, que a los vecinos nos acompaña colándose por las ventanas entreabiertas.
Una plaza donde abundan personas que construyen con verdades y mentiras sus personajes que, en su mayoría, estoy seguro, imaginó desde el principio el arquitecto. Quizás ni tan perfectos ni tan bellos como el entorno que él podía controlar. Papeles secundarios vitales que le prestan a su creación las emociones que necesita para perdurar y hacerse patente en el mapa mental del pueblo y de su ciudad.
Una plaza donde cada día acude un hombre empeñado en ponerlo todo del revés. Un hombre no imaginado por nadie, que camina sentado y hacia atrás, en un afán alentador por llevar la contraria a las trampas de la salud.
De su avanzada edad sé por sus arrugas, de su debilidad por la vieja silla de ruedas y de su fortaleza por la constancia de sus pasos, aunque poco más que cortos empujoncitos para seguir adelante rodando hacia atrás. Recorre la plaza de lado a lado, cada día con el mismo ritual. Cinco vueltas de tiralíneas, interminables para el resto, que se hacen muy cortas para él, regodeándose en el disfrute de su propia lentitud.
Un hombre que parece conocer cada baldosa, cada banco, cada farola, porque nada le estorba ni necesita mirar hacia dónde va. No hay tropiezo posible. No pide nada, nada da, ni el saludo, aunque aprieta el paso si alguien le dedica una sonrisa, sin necesidad de hablar.
Vivo en una plaza donde el decorado predispone a la felicidad, en la que mi personaje principal, lastimado por lo años, regresa cada día a ella orgulloso, como si fuera una obra maestra dibujada en su mesa de juventud que quisiera recordar.