Puedes creer, o no creer.

O creer y no creer,
según el día,
según nos trate Dios,
según nos vaya la vida.

La fe es así,
como somos nosotros.
A veces fuerte y para siempre.
Otras, débil y quebradiza.
Las más de las veces,
ni para tanto ni para tan poco.
Pero buena,
como el amor que se hace costumbre.
Aquel día, de Viernes Santo, creí tener fe.

La llamada no llegó del Señor,
si no de un amigo bienaventurado,
cofrade de la Vera Cruz,
necesitado de arrimar hombros.

De mis tiempos de niño de pueblo en Semana Santa guardo el recuerdo de una masa de hombres apiñados bajo un balcón.
Esperaban a que les lanzaran una túnica negra o morada para poder trabar en nuestra procesión.

Al grito del paso que tocaría llevar,
-¡Veinte para el Romano!
-¡Dieciséis para el Ángel!
los interesados levantaban el brazo, y el capataz de la Cofradía, como calibrando fuerzas y alturas, hacía un equipo de felices porteadores.
Y así, hasta repasar todos las imágenes esculpidas y llevadas en andas que rememorarían la vida y muerte de Jesús. En mi pueblo, Larraga, muchas y bonitas.

Cuenta la historia que hubo aquí más iglesias que en ningún otro lugar de Navarra. Así que aquella era una tradición en la que los hijos querían suceder a sus padres, pero debían esperar a pelechar y a que los titulares fueran abatidos por el cansancio y cedieran su lugar. Los del pueblo lo sentían como un orgullo y sobraban voluntarios para todos los pasos. Eso, que a mis ojos parecía desordenado, encajaba mejor que los textos bíblicos, a puro de repetirse sin falta año tras año desde hace ya no sé cuánto. En nuestra procesión, cada quién tenía su lugar. Aunque a mis ojos de entonces el lanzamiento de las túnicas pareciera más una lotería que un reparto preparado con esmero.

Hoy, ya no es así. No hay balcón, ni una masa apiñada. Pero hay procesión, hay Viernes Santo, hay fe. Como la mía, y otras. Quizás menos gentes con amor a esa costumbre.

Respondí que sí a esa llamada.
-Estate a las 8. Puntual. Te toca el Ángel, me dijo.
Asentí.
Sabía del Ángel, de la belleza de la figura de Jesús arrodillado mirando hacia él,
con sus preciosas y estilizadas alas, que obligaban a sacarlo del templo casi a rastras para poder cruzar el pórtico central.

Pero no me había tocado trabarlo. Era mi primera vez.
Los dieciséis estábamos listos junto al paso.
Y los grupos de cuatro y los relevos, dispuestos.
Túnica puesta. Capirote ajustado.

Y tocó salir…
Todos nos conocíamos, pero poco.
Todos sabíamos qué debíamos hacer, pero poco.
La tradición perdió algunos eslabones que aquel grupo improvisado de costaleros nos esforzamos en encontrar.
No cuadramos bien el paso, ni las fuerzas, ni las alturas, ni los andares, ni los murmullos.

Tocó sufrir.
Pero todos los que estábamos allí debajo sentimos el peso del Ángel.
Cada uno el suyo.
Y nos esforzamos,
hablamos con Dios, sudamos,
subimos las cuestas y, en un momento de inspiración, lo bailamos.
Como si recordásemos esa costumbre de los abuelos de nuestros abuelos,
ese balancearse al compás de la música sacra de la banda, que tanto nos emocionaba.

Era como cuando niños.
Sólo que ahora,
nos guste o no,
tengamos más o menos fe,
sentimos el peso del Ángel.

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