Cuánto aprendimos con el matacabras que soplaba del Arangoiti y las raciones de calefacción jesuíticas de invierno. Nos duchábamos contrarreloj y ese día comíamos de domingo, comenzando con la taza de café con leche y pan fresco, mantequilla de la buena y siguiendo algún tipo de arroz y cualquier carne ya a la hora del almuerzo que nos sabía a gloria. En la basílica, el padre Oíza cantaba a oleadas sacándole de quicio al padre Antoñanzas, mar calma, de cualquier manera, cuando sonaba el himno de Navarra insuflado por su estrepitoso órgano, en el corazón de Javier a todos se nos ponía la carne de gallina porque sentíamos encontrarnos en el punto de mira, aquel que señalaba ese camino inverso bien sabido en la mente de todos, comenzando en Yamaguchi, pasando por Goa, haciendo estación en la Sorbona de París, y recalando en nuestro querido castillo de la explanada donde entre agramonteses y beamonteses nació el crack.